martes, marzo 02, 2010

Recordar. Añorar. Sonreir.

A veces es necesario volver hacia atrás y recordar, pero no siempre es agradable, aunque siempre es bello encontrar algo que te haga sonreir en esos días que ni ver de nuevo la brillante luz del sol lo hace.
Mucha gente odia el mundo en el que vive, y hay quienes preferirían ser autistas para poder inventar ese mundo, pero sinceramente ¿sería agradable vivir ajeno a todo? Creo que no.
Aún recuerdo cuando era pequeña y no entendía porque Rober no hablaba y sólo quería jugar cuando era uno de los primos mayores, pero por fortuna, fui la única que pudo entrar en ese mundo que tenía por real y que yo, ingenua niña de seis años, tomaba como mío. Aunque no lo parezca aprendí, y os preguntaréis ¿qué se puede aprender de alguien que no habla? pues muchas cosas.
Aprendí a apreciar el suave tacto de una hoja recién cortada, y a enamorarme del dulce chasquido de su tallito cuando lo crugía entre mis dedos; aprendí a mover desde el suelo las nubes, y a jugar con ellas a mi antojo; en definitiva: aprendía a valorar todas esas cosas que habitualmente ignoramos (incluso siendo niños) porque se escapan de toda lógica.
Por esto, la entrada de hoy se la quiero dedicar a mi primo que nunca habla, que nunca sonríe y que a sus casi 23 años sigue jugando como si tuviera 4, porque envidio su felicidad y su ignorancia algunas veces, y sobre todo porque ayer me di cuenta que ha estado en los mejores veranos de mi infancia aunque ahora sea una desconocida para él.

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